Justicia en Boltaña en el Siglo XVII

(Original de Manuel López Dueso, publicado en el Programa de las Fiestas de la Convivencia de Boltaña, 2003)

La historia arranca en Boltaña (Huesca), en el año del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de 1615. El año anterior había habido malas cosechas, lo que incrementaba el número de casas pobres, que como se señala en algunos documentos «pasan con necesidad y pidiendo por las puertas». La limosna, sentimiento cristiano, era ejercido por la Iglesia y las «casas» ricas sirviendo como freno a la tensión social que provocaba la desigualdad social. A tales hechos se puede unir un viejo conflicto, el del Concejo de Boltaña con los monjes de San Juan de la Peña y la «honor» de Matidero por los términos de Fartue y Pacosduerrios, que ya en 1576 había conducido a que el Justicia de Serrablo tuviera que intervenir para evitar que se produjesen muertes entre los vecinos de Boltaña y los de Matidero, donde se vieron implicadas cuadrillas de bandoleros, produciéndose asaltos y robos.

A comienzos de abril de dicho año, en la «casa del concejo», donde solía reunirse tal asamblea, en la sala -la antigua biblioteca, en cuyas paredes aún restan, bajo capas de cal, restos de pinturas murales-, presidida por el Justicia, el cual era entonces Matheo Duesso, que portaba la vara que le identificaba como tal, y junto a él, los Jurados o consejeros de la Villa, elegidos anualmente, con su «ghia» o «chia», banda que los identificaba como tales. Y junto a ellos, el notario, con sus folios, plumas y tinta, listo a levantar acta de lo que allí se decidiera.

Encadenados, empujados por el carcelero de la villa de Boltaña y acompañados de los Jurados de Sieste, comparecieron dos personajes, Pedro Sarrablo y Domingo Sasse, dos vecinos de Sieste, pues por ser Sieste lugar de la jurisdicción de Boltaña, debía juzgarlo el Justicia de Boltaña, según las «ordinaciones, estatutos y desafueros» de la villa, especie de reglamento local. Tras iniciar la sesión, encarándose a los reos y «criminosos», el procurador fiscal de la villa, procedía a acusarlos de sendos robos. Así se iniciaba el proceso contra estos dos personajes, encarcelados en las «cárceles de la villa», durante varios días, en que fueron interrogados testigos y realizadas diversas actuaciones judiciales.

Los dos presos eran lo que hoy llamaríamos unos «desgraciados», rateros de poca monta, procedentes de casas pobres, cercanas a la necesidad de limosna, cuyo futuro les orientaba a este tipo de delincuencia de bajo nivel, o llevarles hasta el bandolerismo, aunque en casos estas familias o «casas» tendían a emigrar a alguna ciudad, donde sobrevivir mendigando y de lo que las instituciones eclesiásticas pudieran suministrarles. El delincuente era definido como una persona desprovista de temor a Dios, al Rey y a sus oficiales y en este caso al justicia de la villa, «reo y criminoso», personas de «mal vivir», pero que atenazados por la «fama pública» serían pronto acusados. Una «fama» que cuando resultaba «mala», cuando eran «difamados» o «acusados» podía conducir a su identificación con el temido mundo de la brujería, que ya había provocado y provocaría varias muertes en Sobrarbe (en 1536 en Broto, 1544 en Laspuña o hacia 1620 en Bielsa), donde personas, por su «mala fama» eran acusadas de homicidios y envenenamientos, obra de «bruxas».

A Pedro Sarrablo le acusaban de haber robado una noche los manteles de uno de los altares de la ermita de Sancti Espiritus -en 1651 se fundaría en dicha ermita un monasterio que hoy conocemos como el «sanatorio»-. Él señaló que dicho robo lo había cometido junto a un vecino de Castellazo, que fue quien le incitó, señalándole que el día 29 de marzo había habido mucha gente en dicha ermita y que el arca con las limosnas debía estar llena. En la noche, rompiendo los barrotes de una ventana, se introdujo en la ermita y robaron los manteles (cuyo valor superaba los 20 reales), que escondió el dicho Pedro en su casa y donde fueron hallados escondidos dentro de un urna. Uno de los testigos le acusó también de que hacía años había robado en Torrellola unos vestidos, que vinieron de dicho lugar a reclamar a casa del acusado, donde su mujer, quien nada sabía, registró la casa hallando escondidos los vestidos que devolvió. Sencillos hurtos, manteles y ropas para alguien que no debía poseer con que vestirse apenas.

A Domingo Sasé le acusaban de haber robado 10 ó 12 gallinas del rector de Sieste, así como otros tantos panes, y como señala el notario «que según los panes que se acostumbran a haber en esta tierra son de valor y estimación», lo que viene a reflejar el hambre y lo escaso del pan, aunque no especifica si era pan blanco, de trigo, o de centeno o mixto, que era más común. Las gallinas, escondidas en una talega, fue pronto a venderlas, por Margudgued y Boltaña, para lograr deshacerse del botín. En las declaraciones de los testigos, que en muchas ocasiones no son más que los rumores que «han oído decir» o lo que la «fama pública» -qué diferente concepto de la «fama», si hoy consideramos quienes son los «famosos» en este país-, uno de ellos le acusó de robar de un «molino farinero» que tenía, un «ceril/o de madera, destrales y maas», así como otros bienes y leña, que recuperó en la casa de éste.

Mejor reflejo de su pobreza y de lo candoroso de sus delitos, queda reflejado en las declaraciones de los testigos donde le acusan de que hacía 3 ó 4 años, éste enviaba a su mujer a recoger olivas en los olivares de los vecinos. Estos sospecharon al verle en el torno de Boltaña en la molienda, preguntándole como es que si no tenía olivos, llevaba olivas a hacer aceite. Él respondió que se las había dado o vendido un sobrino suyo de Morcat, el cual, preguntado, respondió ser esto falso. Descubierto el engaño, Domingo Sasé arguyó que procedían de las que quedaban tras «abata lar» y las «cogidas» de la oliva llevadas a cabo por sus propietarios, (a los pobres se les permitía recoger las que restaban por el suelo tras las cogida de la oliva), pero debía ser tan elevada la cantidad que no le creyeron («Se admiraban y espantaban que no podía racimor y recoger en cada un año tantas olibas como recogía»), y reunidos en Concejo los vecinos de Sieste, le obligaron a entregar 5 ó 6 «dozenas» de aceite para la «luminaria» de la iglesia de Sieste». Otros testigos le acusaron de entrar en los huertos y robar hortalizas, así como de los árboles frutales, leña, y en la iglesia y la ermita de S. Espíritu, los cirios y cera.

La condena, aplicada por orden del justicia -asesorado por sus Consejeros para tales juicios-, consistió en que fueran «paseados y llebados por los lugares públicos y acostumbrados de la presente villa, con voz de pregón, llevando Pedro Sarrablo los manteles por él hurtados y Domingo Sase dos gallinas». Un día siete de abril, por las calles de Boltaña, entre el polvo y el barro, avanzaría la comitiva, encabezada por el pregonero o «corredor público», que iría proclamando al viento la sentencia, seguido por el carcelero y sus hombres, armados, mientras encadenados, cabizbajos, portando aquellos manteles y gallinas que eran prendas de sus delitos, Pedro Sarrablo y Domingo Sasé serían escoltados por grupos de niños que les empujaban, insultaban y arrojaban piedras, pellas de barro, restos de vegetales recogidos del suelo de las calles, correteando entre el grupo, expulsados por los hombres armados, entre las mofas, burlas e injurias de algunos hombres y mujeres y el silencio de otros vecinos. Además, serían desterrados de la villa y su jurisdicción, Pedro Sarrablo durante 6 años, y Domingo Sasé por 3 años (la diferencia se halla en el carácter «sacrílego» del delito de Pedro Sarrablo), debiendo pagar las costas del juicio y siendo azotados y desterrados a perpetuidad si volvían antes de tiempo a la villa. Hay que considerar que esto supondría para estos «delincuentes», el vagar por el Reino, recurriendo a la mendicidad o al bandolerismo, mientras que sus mujeres, casi consideradas como viudas, «marcadas» por tales delitos, por la «fama pública» que les perseguiría en el pueblo, mal- vivirían de la mendicidad o se verían a irse del lugar junto a sus maridos.

No era una condena excesiva, pues como recuerdan los testigos, en los últimos años, habían visto azotar a dos «ladran es de la tierra /lana y un gascón, y otro gascón desterrado», así como varias mujeres (¿acusadas de brujería?).

Otro testigo añadía haber visto «aorcar […] dos gascones que mataron al retar de Sieste». En la memoria de las gentes de Boltaña, sólo se recordaban delitos cometidos por gentes foráneas, que no forman parte de la comunidad -las mujeres eran una parte marginal de la sociedad-. Unas ejecuciones y actos públicos del cual «disfrutaban» adultos y niños, como espectáculo público.

De aquella historia, de aquellos hechos, sólo quedan dos cuadernillos de papel en el citado Archivo, pero que nos hablan de otros tiempos, tal vez no tan diferentes de aquellos que se reflejaban en una dijenda del siglo XIX:

«No vayas ni por trigo a Vió,
ni por conciencia a la Solana,
ni por vino a la Ribera,
ni por justicia a Boltaña.»

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